José Antonio Pacheco Corcuera lleva levantándose a las seis y media de la mañana desde que tenía, al menos, catorce años. Acaba de cumplir los cincuenta y un años y no sabe lo que es un Domingo en la cama hasta las doce, no sabe lo que es curar la resaca a golpe de sofá y manta. El vino que bebe, como agua, lo suda perdido entre los enormes campos castellanos. Nacido en una pequeña aldea al norte de Valladolid, apenas ha notado el cambio que el paso del tiempo ha ido sellando a fuego. La ciudad la conoce de tres o cuatro bodas a las que tuvo que asistir y, con suerte irá un par de veces más antes de entregar la cuchara. El ordeño es su primera función, antes que el desayuno. La prioridad es la prioridad. Los animales y los campos han sido sus fieles compañeros de camino desde que vio la luz. Su padre, Pedro, "Perico" como lo conocían en el pueblo había trabajado duro en sacar adelante una importante cabaña de ganado frisón y unos campos que, desgraciadamente, fueron arrasados por un pedrisco, dejando inservibles muchas hectáreas sin que estas pudieran ser recuperadas en su totalidad. ¿Todo para qué? Perico falleció como un perro después de una grave trifulca en la cantina del pueblo a raíz de una discusión sobre lindes y terrenos. Son cosas que ocurren entre la gente ruda. El ojo por ojo y el diente por diente por el cuál José Antonio está enemistado con varias familias del pueblo. Ya saben que, en este país, las envidias son algo propio de la cultura popular, de la tradición oral.
José Antonio pudo luchar por los terrenos por los que murió su padre, y finalmente, pudo honrar su memoria sembrándolos con mimo y mucha dedicación. Es él un hombre concienzudo. En lo personal, prefirió no casarse. Ya saben, hay muchas mujeres un tanto señoritas y, probablemente, no querrían ensuciarse en la cuadra, trabajando de sol a sol. De todas formas, por "H" o por "B", él tampoco fue un hombre demasiado simpático. Cuando los mozos bajaban a los bares de la comarca a ahogar sus penas en "manchados" o al baile para conocer alguna gachí de buen ver, nuestro hombre prefería quedarse enfrascado en sus labores. En invierno vive bastante más relajado, a diferencia de verano, época en la que no tiene un respiro. Pero si no hay trabajo él lo encuentra, siempre hay algún apero que arreglar, herramientas que afilar o zarzas que arrancar en sus fincas.
Con su cigarro apagado entre los labios espera algo. Ni tan siquiera él sabe lo que espera, pero lleva esperándolo desde hace mucho tiempo, perdiendo sus hundidos ojos entre el infinito horizonte de amarillos campos de trigo. Castilla es hogar y cárcel, hay que comprenderla. José Antonio es feliz viendo nacer un nuevo ternero, el preciado fruto de los campos o degustando un buen trozo de pan bregado con nata de la primera leche de la mañana. No ha oído hablar jamás de un Iphone, el ordenador lo conoce de haberlo escuchado en la televisión, al final, incluso en el más paradisíaco de los exilios ahn de contaminarte con su sociedad y su mundo. Pero nuestro querido protagonista no se deja abrumar, no permite que nadie le haga comulgar con ruedas de molino, es como su padre. Si hay que morir por lo tuyo, no hay dolor. Nadie le ha regalado nada, y sin embargo, lo miran como un bicho raro cuando se encuentra en la ciudad, donde todos parecen ser mucho más inteligentes, más modernos, más altos, más guapos...
José Antonio Pacheco Corcuera se calza, silba un par de veces a su pastor alemán: "Chicuelo" y emprenden un camino dejándose perder entre los campos, mientras algún pasajero de un vuelo regular lo observará desde la lejanía, intuyendo siluetas. José Antonio nunca ha subido a un avión, pero tampoco lo echa de menos. Hay mucho trabajo atrasado en la cuadra, y en menos que canta el gallo vuelve otro verano, y con él la siega, empacado y muchas otras labores que, probablemente, no conozca ese alto ejecutivo del avión.
José Antonio Pacheco Corcuera lleva levantándose a las seis y media de la mañana desde que tenía, al menos, catorce años.
Serdrës, año Cero.
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